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Resumen del libro Drácula, de Abraham Stoker (página 2)



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El conde se detuvo, puso mis maletas en el suelo, cerró la puerta y, cruzando el cuarto, abrió otra puerta que daba a un pequeño cuarto octogonal alumbrado con una simple lámpara, y que a primera vista no parecía tener ninguna ventana. Pasando a través de éste, abrió todavía otra puerta y me hizo señas para que pasara. Era una vista agradable, pues allí había un gran dormitorio muy bien alumbrado y calentado con el fuego de otro hogar, que también acababa de ser encendido, pues los leños de encima todavía estaban frescos y enviaban un hueco chisporroteo a través de la amplia chimenea. El propio conde dejó mi equipaje adentro y se retiró, diciendo antes de cerrar la puerta:

-Necesitará, después de su viaje, refrescarse un poco y arreglar sus cosas. Espero que encuentre todo lo que desee. Cuando termine venga al otro cuarto, donde encontrará su cena preparada.

La luz y el calor de la cortés bienvenida que me dispensó el conde parecieron disipar todas mis antiguas dudas y temores. Entonces, habiendo alcanzado nuevamente mi estado normal, descubrí que estaba medio muerto de hambre, así es que me arreglé lo más rápidamente posible y entré en la otra habitación.

Encontré que la cena ya estaba servida. Mi anfitrión estaba en pie al lado de la gran fogata, reclinado contra la chimenea de piedra; hizo un gracioso movimiento con la mano, señalando la mesa, y dijo:

-Le ruego que se siente y cene como mejor le plazca. Espero que usted me excuse por no acompañarlo; pero es que yo ya comí, y generalmente no ceno.

Le entregué la carta sellada que el señor Hawkins me había encargado. Él la abrió y la leyó seriamente; luego, con una encantadora sonrisa, me la dio para que yo la leyera. Por lo menos un pasaje de ella me proporcionó gran placer:

"Lamento que un ataque de gota, enfermedad de la cual estoy constantemente sufriendo, me haga absolutamente imposible efectuar cualquier viaje por algún tiempo; pero me alegra decirle que puedo enviarle un sustituto eficiente, una persona en la cual tengo la más completa confianza. Es un hombre joven, lleno de energía y de talento, y de gran ánimo y disposición. Es discreto y silencioso, y ha crecido y madurado a mi servicio. Estará preparado para atenderlo cuando usted guste durante su estancia en esa ciudad, y tomará instrucciones de usted en todos los asuntos."

El propio conde se acercó a mí y quitó la tapa del plato, y de inmediato ataqué un excelente pollo asado. Esto, con algo de queso y ensalada, y una botella de Tokay añejo, del cual bebí dos vasos, fue mi cena. Durante el tiempo que estuve comiendo el conde me hizo muchas preguntas acerca de mi viaje, y yo le comuniqué todo lo que había experimentado.

Para ese tiempo ya había terminado la cena, y por indicación de mi anfitrión había acercado una silla al fuego y había comenzado a fumar un cigarro que él me había ofrecido al mismo tiempo que se excusaba por no fumar. Así tuve oportunidad de observarlo, y percibí que tenía una fisonomía de rasgos muy acentuados.

Su cara era fuerte, muy fuerte, aguileña, con un puente muy marcado sobre la fina nariz y las ventanas de ella peculiarmente arqueadas; con una frente alta y despejada, y el pelo gris que le crecía escasamente alrededor de las sienes, pero profusamente en otras partes. Sus cejas eran muy espesas, casi se encontraban en el entrecejo, y con un pelo tan abundante que parecía encresparse por su misma profusión.

La boca, por lo que podía ver de ella bajo el tupido bigote, era fina y tenía una apariencia más bien cruel, con unos dientes blancos peculiarmente agudos; éstos sobresalían sobre los labios, cuya notable rudeza mostraba una singular vitalidad en un hombre de su edad. En cuanto a lo demás, sus orejas eran pálidas y extremadamente puntiagudas en la parte superior; el mentón era amplio y fuerte, y las mejillas firmes, aunque delgadas. La tez era de una palidez extraordinaria.

Entre tanto, había notado los dorsos de sus manos mientras descansaban sobre sus rodillas a la luz del fuego, y me habían parecido bastante blancas y finas; pero viéndolas más de cerca, no pude evitar notar que eran bastante toscas, anchas y con dedos rechonchos. Cosa rara, tenían pelos en el centro de la palma. Las uñas eran largas y finas, y recortadas en aguda punta. Cuando el conde se inclinó hacia mí y una de sus manos me tocó, no pude reprimir un escalofrío. Pudo haber sido su aliento, que era fétido, pero lo cierto es que una terrible sensación de náusea se apoderó de mí, la cual, a pesar del esfuerzo que hice, no pude reprimir. Evidentemente, el conde, notándola, se retiró, y con una sonrisa un tanto lúgubre, que mostró más que hasta entonces sus protuberantes dientes, se sentó otra vez en su propio lado frente a la chimenea. Los dos permanecimos silenciosos unos instantes, y cuando miró hacia la ventana vi los primeros débiles fulgores de la aurora, que se acercaba. Una extraña quietud parecía envolverlo todo; pero al escuchar más atentamente, pude oír, como si proviniera del valle situado más abajo, el aullido de muchos lobos. Los ojos del conde destellaron, y dijo:

-Escúchelos. Los hijos de la noche. ¡Qué música la que entonan!

Pero viendo, supongo, alguna extraña expresión en mi rostro, se apresuró a agregar:

-¡Ah, sir! Ustedes los habitantes de la ciudad no pueden penetrar en los sentimientos de un cazador.

Luego se incorporó, y dijo:

-Pero la verdad es que usted debe estar cansado. Su alcoba esta preparada, y mañana podrá dormir tanto como desee. Estaré ausente hasta el atardecer, así que ¡duerma bien, y dulces sueños!

Con una cortés inclinación, él mismo me abrió la puerta que comunicaba con el cuarto octogonal, y entró en mi dormitorio.

Estoy desconcertado. Dudo, temo, pienso cosas extrañas, y yo mismo no me atrevo a confesarme a mi propia alma. ¡Que Dios me proteja, aunque sólo sea por amor a mis seres queridos!

7 de mayo. Es otra vez temprano por la mañana, pero he descansado bien las últimas 24 horas. Dormí hasta muy tarde, entrado el día. Cuando me hube vestido, entré al cuarto donde habíamos cenado la noche anterior y encontré un desayuno frío que estaba servido, con el café caliente debido a que la cafetera había sido colocada sobre la hornalla. Sobre la mesa había una tarjeta en la cual estaba escrito lo siguiente:

"Tengo que ausentarme un tiempo.

No me espere. D."

Me senté y disfruté de una buena comida. Cuando hube terminado, busqué una campanilla, para hacerles saber a los sirvientes que ya había terminado, pero no pude encontrar ninguna. Ciertamente en la casa hay algunas deficiencias raras, especialmente si se consideran las extraordinarias muestras de opulencia que me rodean. El servicio de la mesa es de oro, y tan bellamente labrado que debe ser de un valor inmenso. Las cortinas y los forros de las sillas y los sofás, y los cobertores de mi cama, son de las más costosas y bellas telas, y deben haber sido de un valor fabuloso cuando las hicieron, pues parecen tener varios cientos de años, aunque se encuentran todavía en buen estado.

Vi algo parecido a ellas en Hampton Court, pero aquellas estaban usadas y rasgadas por las polillas. Pero todavía en ningún cuarto he encontrado un espejo. Ni siquiera hay un espejo de mano en mi mesa, y para poder afeitarme o peinarme me vi obligado a sacar mi pequeño espejo de mi maleta. Todavía no he visto tampoco a ningún sirviente por ningún lado, ni he escuchado ningún otro ruido cerca del castillo, excepto el aullido de los lobos. Poco tiempo después de que hube terminado mi comida (no sé cómo llamarla, si desayuno o cena, pues la tomé entre las cinco y las seis de la tarde) busqué algo que leer, pero no quise deambular por el castillo antes de pedir permiso al conde. En el cuarto no pude encontrar absolutamente nada, ni libros ni periódicos ni nada impreso, así es que abrí otra puerta del cuarto y encontré una especie de biblioteca. Traté de abrir la puerta opuesta a la mía, pero la encontré cerrada con llave.

En la biblioteca encontré, para mi gran regocijo, un vasto número de libros en inglés, estantes enteros llenos de ellos, y volúmenes de periódicos y revistas encuadernados. Una mesa en el centro estaba llena de revistas y periódicos ingleses, aunque ninguno de ellos era de fecha muy reciente. Los libros eran de las más variadas clases: historia, geografía, política, economía política, botánica, biología, derecho, y todos refiriéndose a Inglaterra y a la vida y costumbres inglesas. Había incluso libros de referencia tales como el directorio de Londres, los libros "Rojo" y "Azul", el almanaque de Whitaker, los catálogos del Ejército y la Marina, y, lo que me produjo una gran alegría ver, el catálogo de Leyes.

Mientras estaba viendo los libros, la puerta se abrió y entró el conde. Me saludó de manera muy efusiva y deseó que hubiese tenido buen descanso durante la noche.

Luego, continuó:

-Me agrada que haya encontrado su camino hasta aquí, pues estoy seguro que aquí habrá muchas cosas que le interesarán. Estos compañeros -dijo, y puso su mano sobre unos libros han sido muy buenos amigos míos, y desde hace algunos años, desde que tuve la idea de ir a Londres, me han dado muchas, muchas horas de placer. A través de ellos he aprendido a conocer a su gran Inglaterra; y conocerla es amarla. Deseo vehemente caminar por las repletas calles de su poderoso Londres; estar en medio del torbellino y la prisa de la humanidad, compartir su vida, sus cambios y su muerte, y todo lo que la hace ser lo que es. Pero, ¡ay!, hasta ahora sólo conozco su lengua a través de libros. A usted, mi amigo, ¿le parece que sé bien su idioma?

-Pero, señor conde -le dije -, ¡usted sabe y habla muy bien el inglés!

Hizo una grave reverencia.

-Le doy las gracias, mi amigo, por su demasiado optimista estimación; sin embargo, temo que me encuentro apenas comenzando el camino por el que voy a viajar. Verdad es que conozco la gramática y el vocabulario, pero todavía no me expreso con fluidez.

-Insisto -le dije- en que usted habla en forma excelente.

-No tanto -respondió él-. Es decir, yo sé que si me desenvolviera y hablara en su Londres, nadie allí hay que no me tomara por un extranjero. Eso no es suficiente para mí. Aquí soy un noble, soy un boyar; la gente común me conoce y yo soy su señor. Pero un extranjero en una tierra extranjera, no es nadie; los hombres no lo conocen, y no conocer es no importar. Yo estoy contento si soy como el resto, de modo que ningún hombre me pare si me ve, o haga una pausa en sus palabras al escuchar mi voz, diciendo: "Ja, ja, ¡un extranjero!" He sido durante tanto tiempo un señor que seré todavía un señor, o por lo menos nadie prevalecerá sobre mí. Usted no viene a mí solo como agente de mi amigo Peter Hawkins, de Exéter, a darme los detalles acerca de mi nueva propiedad en Londres. Yo espero que usted se quede conmigo algún tiempo, para que mediante muestras conversaciones yo pueda aprender el acento inglés; y me gustaría mucho que usted me dijese cuando cometo un error, aunque sea el más pequeño, al hablar. Siento mucho haber tenido que ausentarme durante tanto tiempo hoy, pero espero que usted perdonará a alguien que tiene tantas cosas importantes en la mano.

Por supuesto que yo dije todo lo que se puede decir acerca de tener buena voluntad, y le pregunté si podía entrar en aquel cuarto cuando quisiese. Él respondió que sí, y agregó:

-Puede usted ir a donde quiera en el castillo, excepto donde las puertas están cerradas con llave, donde por supuesto usted no querrá ir. Hay razón para que todas las cosas sean como son, y si usted viera con mis ojos y supiera con mi conocimiento, posiblemente entendería mejor.

Yo le aseguré que así sería, y él continuó:

-Estamos en Transilvania; y Transilvania no es Inglaterra. Nuestra manera de ser no es como su manera de ser, y habrá para usted muchas cosas extrañas. Es más, por lo que usted ya me ha contado de sus experiencias, ya sabe algo de qué cosas extrañas pueden ser.

Esto condujo a mucha conversación; y era evidente que él quería hablar aunque sólo fuese por hablar. Le hice muchas preguntas relativas a cosas que ya me habían pasado o de las cuales yo ya había tomado nota. Algunas veces esquivó el tema o cambió de conversación simulando no entenderme; pero generalmente me respondió a todo lo que le pregunté de la manera más franca. Entonces, a medida que pasaba el tiempo y yo iba entrando en más confianza, le pregunté acerca de algunos de los sucesos extraños de la noche anterior, como por ejemplo, por qué el cochero iba a los lugares a donde veía la llama azul. Entonces él me explicó que era creencia común que cierta noche del año (de hecho la noche pasada, cuando los malos espíritus, según se cree, tienen ilimitados poderes) aparece una llama azul en cualquier lugar donde haya sido escondido algún tesoro.

Que hayan sido escondidos tesoros en la región por la cual usted pasó anoche -continuó él-, es cosa que está fuera de toda duda. Esta ha sido tierra en la que han peleado durante siglos los valacos, los sajones y los turcos. A decir verdad, sería difícil encontrar un pie cuadrado de tierra en esta región que no hubiese sido enriquecido por la sangre de hombres, patriotas o invasores. En la antigüedad hubo tiempos agitados, cuando los austriacos y húngaros llegaban en hordas y los patriotas salían a enfrentárseles, hombres y mujeres, ancianos y niños, esperaban su llegada entre las rocas arriba de los desfiladeros para lanzarles destrucción y muerte a ellos con sus aludes artificiales. Cuando los invasores triunfaban encontraban muy poco botín, ya que todo lo que había era escondido en la amable tierra.

-¿Pero cómo es posible -pregunté yo- que haya pasado tanto tiempo sin ser descubierto, habiendo una señal tan certera para descubrirlo, bastando con que el hombre se tome el trabajo solo de mirar?

El conde sonrió, y al correrse sus labios hacia atrás sobre sus encías, los caninos, largos y agudos, se mostraron insólitamente. Respondió:

-¡Porque el campesino es en el fondo de su corazón cobarde e imbécil! Esas llamas sólo aparecen en una noche; y en esa noche ningún hombre de esta tierra, si puede evitarlo, se atreve siquiera a espiar por su puerta. Y, mi querido señor, aunque lo hiciera, no sabría qué hacer. Le aseguro que ni siquiera el campesino que usted me dijo que marcó los lugares de la llama sabrá donde buscar durante el día, por el trabajo que hizo esa noche. Hasta usted, me atrevo a afirmar, no sería capaz de encontrar esos lugares otra vez. ¿No es cierto?

-Sí, es verdad -dije yo-. No tengo ni la más remota idea de donde podría buscarlos.

Luego pasamos a otros temas.

-Vamos -me dijo al final-, cuénteme de Londres y de la casa que ha comprado a mi nombre.

Excusándome por mi olvido, fui a mi cuarto a sacar los papeles de mi portafolios. Mientras los estaba colocando en orden, escuché un tintineo de porcelana y plata en el otro cuarto, y al atravesarlo, noté que la mesa había sido arreglada y la lámpara encendida, pues para entonces ya era bastante tarde. También en el estudio o biblioteca estaban encendidas las lámparas, y encontré al conde yaciendo en el sofá, leyendo, de todas las cosas en el mundo, una Guía Inglesa de Bradshaw. Cuando yo entré, él quitó los libros y papeles de la mesa; y entonces comencé a explicarle los planos y los hechos, y los números. Estaba interesado por todo, y me hizo infinidad de preguntas relacionadas con el lugar y sus alrededores. Estaba claro que él había estudiado de antemano todo lo que podía esperar en cuanto al tema de su vecindario, pues evidentemente al final él sabía mucho más que yo. Cuando yo le señalé eso, respondió:

-Pero, mi amigo, ¿no es necesario que sea así? Cuando yo vaya allá estaré completamente solo, y mi amigo Harker Jonathan, no, perdóneme, caigo siempre en la costumbre de mi país de poner primero su nombre patronímico; así pues, mi amigo Jonathan Harker no va a estar a mi lado para corregirme y ayudarme. Estaré en Exéter, a kilómetros de distancia, trabajando probablemente en papeles de la ley con mi otro amigo, Peter Hawkins. ¿No es así?

Entramos de lleno al negocio de la compra de la propiedad en Purfleet. Cuando le hube explicado los hechos y ya tenía su firma para los papeles necesarios, y había escrito una carta con ellos para enviársela al señor Hawkins, comenzó a preguntarme cómo había encontrado un lugar tan apropiado. Entonces yo le leí las notas que había hecho en aquel tiempo, y las cuales transcribo aquí:

"En Purfleet, al lado de la carretera, me encontré con un lugar que parece ser justamente el requerido, y donde había expuesto un rótulo que anunciaba que la propiedad estaba en venta. Está rodeado de un alto muro, de estructura antigua, construido de pesadas piedras, y que no ha sido reparado durante un largo número de años. Los portones cerrados son de pesado roble viejo y hierro, todo carcomido por el moho.

"La propiedad es llamada Carfax, que sin duda es una corrupción del antiguo Quatre Face, ya que la casa tiene cuatro lados, coincidiendo con los puntos cardinales. Contiene en total unos veinte acres, completamente rodeados por el sólido muro de piedra arriba mencionado. El lugar tiene muchos árboles, lo que le da un aspecto lúgubre, y también hay una poza o pequeño lago, profundo, de apariencia oscura, evidentemente alimentado por algunas fuentes, ya que el agua es clara y se desliza en una corriente bastante apreciable. La casa es muy grande y de todas las épocas pasadas, diría yo, hasta los tiempos medievales, pues una de sus partes es de piedra sumamente gruesa, con solo unas pocas ventanas muy arriba y pesadamente abarrotadas con hierro.

"Parece una parte de un castillo, y está muy cerca a una vieja capilla o iglesia. No pude entrar en ella, pues no tenía la llave de la puerta que conducía a su interior desde la casa, pero he tomado con mi kodak vistas desde varios puntos. La casa ha sido agregada, pero de una manera muy rara, y solo puedo adivinar aproximadamente la extensión de tierra que cubre, que debe ser mucha. Sólo hay muy pocas casas cercanas, una de ellas es muy larga, recientemente ampliada, y acondicionada para servir de asilo privado de lunáticos. Sin embargo, no es visible desde el terreno.

Cuando hube terminado, el conde dijo:

-Me alegra que sea grande y vieja. Yo mismo provengo de una antigua familia, y vivir en una casa nueva me mataría. Una casa no puede hacerse habitable en un día, y, después de todo, qué pocos son los días necesarios para hacer un siglo. También me regocija que haya una capilla de tiempos ancestrales. Nosotros, los nobles transilvanos, no pensamos con agrado que nuestros huesos puedan algún día descansar entre los muertos comunes. Yo no busco ni la alegría ni el júbilo, ni la brillante voluptuosidad de muchos rayos de sol y aguas centelleantes que agradan tanto a los jóvenes alegres. Yo ya no soy joven; y mi corazón, a través de los pesados años de velar sobre los muertos, ya no está dispuesto para el regocijo. Es más: las murallas de mi castillo están quebradas; muchas son las sombras, y el viento respira frío a través de las rotas murallas y casamatas. Amo la sombra y la oscuridad, y prefiero, cuando puedo, estar a solas con mis pensamientos.

De alguna forma sus palabras y su mirada no parecían estar de acuerdo, o quizá era que la expresión de su rostro hacía que su sonrisa pareciera maligna y saturnina.

Al momento, excusándose, me dejó, pidiéndome que recogiera todos mis papeles. Había estado ya un corto tiempo ausente, y yo comencé a hojear algunos de los libros que tenía más cerca. Uno era un atlas, el cual, naturalmente, estaba abierto en Inglaterra, como si el mapa hubiese sido muy usado. Al mirarlo encontré ciertos lugares marcados con pequeños anillos, y al examinar éstos noté que uno estaba cerca de Londres, en el lado este, manifiestamente donde su nueva propiedad estaba situada. Los otros dos eran Exéter y Whitby, en la costa de Yorkshire.

Transcurrió aproximadamente una hora antes de que el conde regresara.

-¡Ajá! -dijo él-, ¿todavía con sus libros? ¡Bien! Pero no debe usted trabajar siempre. Venga; me han dicho que su cena ya esta preparada.

Me tomó del brazo y entramos en el siguiente cuarto, donde encontré una excelente cena ya dispuesta sobre la mesa. Nuevamente el conde se disculpó, ya que había cenado durante el tiempo que había estado fuera de casa. Pero al igual que la noche anterior, se sentó y charló mientras yo comía. Después de cenar yo fumé, e igual a la noche previa, el conde se quedó conmigo, charlando y haciendo preguntas sobre todos los posibles temas, hora tras hora. Yo sentí que ya se estaba haciendo muy tarde, pero no dije nada, pues me sentía con la obligación de satisfacer los deseos de mi anfitrión en cualquier forma posible. No me sentía soñoliento, ya que la larga noche de sueño del día anterior me había fortalecido; pero no pude evitar experimentar ese escalofrío que lo sobrecoge a uno con la llegada de la aurora, que es a su manera, el cambio de marea. Dicen que la gente que está agonizando muere generalmente con el cambio de la aurora o con el cambio de la marea; y cualquiera que haya estado cansado y obligado a mantenerse en su puesto, ha experimentado este cambio en la atmósfera y puede creerlo. De pronto, escuchamos el cántico de un gallo, llegando con sobrenatural estridencia a través de la clara mañana; el conde Drácula saltó sobre sus pies, y dijo:

-¡Pues ya llegó otra vez la mañana! Soy muy abusivo obligándole a que se quede despierto tanto tiempo. Debe usted hacer su conversación acerca de mi querido nuevo país Inglaterra menos interesante, para que yo no olvide cómo vuela el tiempo entre nosotros.

Y dicho esto, haciendo una reverencia muy cortés, se alejó rápidamente.

Yo entré en mi cuarto y abrí las cortinas, pero había poco que observar; mi ventana daba al patio central, y todo lo que pude ver fue el caluroso gris del cielo despejado. Así es que volví a cerrar las ventanas, y he escrito lo relativo a este día.

8 de mayo. Cuando comencé a escribir este libro temí que me estuviese explayando demasiado; pero ahora me complace haber entrado en detalle desde un principio, pues hay algo tan extraño acerca de este lugar y de todas las cosas que suceden, que no puedo sino sentirme inquieto. Desearía estar lejos de aquí, o jamás haber venido. Puede ser que esta extraña existencia de noche me esté afectando, ¡pero cómo desearía que eso fuese todo! Si hubiese alguien con quien pudiera hablar creo que lo soportaría, pero no hay nadie. Sólo tengo al conde para hablar, ¡y él…! Temo ser la única alma viviente el lugar. Permítaseme ser prosaico tanto como los hechos lo sean; me ayudará esto mucho a soportar la situación; y la imaginación no debe corromperse conmigo. Si lo hace, estoy perdido. Digamos de una vez por todas en qué situación me encuentro, o parezco encontrarme.

Dormí sólo unas cuantas horas al ir a la cama, y sintiendo que no podía dormir más, me levanté. Colgué mi espejo de afeitar en la ventana y apenas estaba comenzando a afeitarme. De pronto, sentí una mano sobre mi hombro, y escuché la voz del conde diciéndome: "Buenos días." Me sobresaltó, pues me maravilló que no lo hubiera visto, ya que la imagen del espejo cubría la totalidad del cuarto detrás de mí. Debido al sobresalto me corté ligeramente, pero de momento no lo noté. Habiendo contestado al saludo del conde, me volví al espejo para ver cómo me había equivocado. Esta vez no podía haber ningún error, pues el hombre estaba cerca de mí y yo podía verlo por sobre mi hombro ¡pero no había ninguna imagen de él en el espejo! Todo el cuarto detrás de mí estaba reflejado, pero no había en él señal de ningún hombre, a excepción de mí mismo. Esto era sorprendente, y, sumado a la gran cantidad de cosas raras que ya habían sucedido, comenzó a incrementar ese vago sentimiento de inquietud que siempre tengo cuando el conde está cerca. Pero en ese instante vi que la herida había sangrado ligeramente y que un hilillo de sangre bajaba por mi mentón. Deposité la navaja de afeitar, y al hacerlo me di media vuelta buscando un emplasto adhesivo. Cuando el conde vio mi cara, sus ojos relumbraron con una especie de furia demoníaca, y repentinamente se lanzó sobre mi garganta. Yo retrocedí y su mano tocó la cadena del rosario que sostenía el crucifijo. Hizo un cambio instantáneo en él, pues la furia le pasó tan rápidamente que apenas podía yo creer que jamás la hubiera sentido.

-Tenga cuidado -dijo él-, tenga cuidado de no cortarse. Es más peligroso de lo que usted cree en este país -añadió, tomando el espejo de afeitar-. Y esta maldita cosa es la que ha hecho el follón. Es una burbuja podrida de la vanidad del hombre. ¡Lejos con ella!

Al decir esto abrió la pesada ventana y con un tirón de su horrible mano lanzó por ella el espejo, que se hizo añicos en las piedras del patio interior situado en el fondo.

Luego se retiró sin decir palabra. Todo esto es muy enojoso, porque ahora no veo cómo voy a poder afeitarme, a menos que use la caja de mi reloj o el fondo de mi vasija de afeitar, que afortunadamente es de metal.

Cuando entré al comedor el desayuno estaba preparado; pero no pude encontrar al conde por ningún lugar. Así es que desayuné solo. Es extraño que hasta ahora todavía no he visto al conde comer o beber. ¡Debe ser un hombre muy peculiar! Después del desayuno hice una pequeña exploración en el castillo. Subí por las gradas y encontré un cuarto que miraba hacia el sur. La vista era magnífica, y desde donde yo me encontraba tenía toda la oportunidad para apreciarla. El castillo se encuentra al mismo borde de un terrible precipicio. ¡Una piedra cayendo desde la ventana puede descender mil pies sin tocar nada! Tan lejos como el ojo alcanza a divisar, solo se ve un mar de verdes copas de árboles, con alguna grieta ocasional donde hay un abismo. Aquí y allí se ven hilos de plata de los ríos que pasan por profundos desfiladeros a través del bosque.

Pero no estoy con ánimo para describir tanta belleza, pues cuando hube contemplado la vista exploré un poco más; por todos lados puertas, puertas, puertas, todas cerradas y con llave. No hay ningún lugar, a excepción de las ventanas en las paredes del castillo, por el cual se pueda salir.

¡El castillo es en verdad una prisión, y yo soy un prisionero!

III.- DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER (continuación)

Cuando me di cuenta de que era un prisionero, una especie de sensación salvaje se apoderó de mí. Corrí arriba y abajo por las escaleras, pulsando cada puerta y mirando a través de cada ventana que encontraba; pero después de un rato la convicción de mi impotencia se sobrepuso a todos mis otros sentimientos. Ahora, después de unas horas, cuando pienso en ello me imagino que debo haber estado loco, pues me comporté muy semejante a una rata cogida en una trampa. Sin embargo, cuando tuve la convicción de que era impotente, me senté tranquilamente, tan tranquilamente como jamás lo he hecho en mi vida, y comencé a pensar que era lo mejor que podía hacer. De una cosa sí estoy seguro: que no tiene sentido dar a conocer mis ideas al conde. Él sabe perfectamente que estoy atrapado; y como él mismo es quien lo ha hecho, e indudablemente tiene sus motivos para ello, si le confieso completamente mi situación sólo tratará de engañarme.

Por lo que hasta aquí puedo ver, mi único plan será mantener mis conocimientos y mis temores para mí mismo, y mis ojos abiertos. Sé que o estoy siendo engañado como un niño, por mis propios temores, o estoy en un aprieto; y si esto último es lo verdadero, necesito y necesitaré todos mis sesos para poder salir adelante.

Apenas había llegado a esta conclusión cuando oí que la gran puerta de abajo se cerraba, y supe que el conde había regresado. No llegó de inmediato a la biblioteca, por lo que yo cautelosamente regresé a mi cuarto, y lo encontré arreglándome la cama. Esto era raro, pero sólo confirmó lo que yo ya había estado sospechando durante bastante tiempo: en la casa no había sirvientes. Cuando después lo vi a través de la hendidura de los goznes de la puerta arreglando la mesa en el comedor, ya no tuve ninguna duda; pues si él se encargaba de hacer todos aquellos oficios minúsculos, seguramente era la prueba de que no había nadie más en el castillo, y el mismo conde debió haber sido el cochero que me trajo en la calesa hasta aquí. Esto es un pensamiento terrible; pues si es así, significa que puede controlar a los lobos, tal como lo hizo, por el solo hecho de levantar la mano en silencio. ¿Por qué habrá sido que toda la gente en Bistritz y en el coche sentían tanto temor por mí? ¿Qué significado le daban al crucifijo, al ajo, a la rosa salvaje, al fresno de montaña? ¡Bendita sea aquella buena mujer que me colgó el crucifijo alrededor del cuello! Me da consuelo y fuerza cada vez que lo toco. Es divertido que una cosa a la cual me enseñaron que debía ver con desagrado y como algo idolátrico pueda ser de ayuda en tiempo de soledad y problemas. ¿Es que hay algo en la esencia misma de la cosa, o es que es un medio, una ayuda tangible que evoca el recuerdo de simpatías y consuelos? Puede ser que alguna vez deba examinar este asunto y tratar de decirme acerca de él. Mientras tanto debo averiguar todo lo que pueda sobre el conde Drácula, pues eso me puede ayudar a comprender. Esta noche lo haré que hable sobre él mismo, volteando la conversación en esa dirección. Sin embargo, debo ser muy cuidadoso para no despertar sus sospechas.

Medianoche. He tenido una larga conversación con el conde. Le hice unas cuantas preguntas acerca de la historia de Transilvania, y él respondió al tema en forma maravillosa. Al hablar de cosas y personas, y especialmente de batallas, habló como si hubiese estado presente en todas ellas. Esto me lo explicó posteriormente diciendo que para un boyar el orgullo de su casa y su nombre es su propio orgullo, que la gloria de ellos es su propia gloria, que el destino de ellos es su propio destino. Siempre que habló de su casa se refería a ella diciendo "nosotros", y casi todo el tiempo habló en plural, tal como hablan los reyes. Me gustaría poder escribir aquí exactamente todo lo que él dijo, pues para mí resulta extremadamente fascinante. Parecía estar ahí toda la historia del país. A medida que hablaba se fue excitando, y se paseó por el cuarto tirando de sus grandes bigotes blancos y sujetando todo lo que tenía en sus manos como si fuese a estrujar lo a pura fuerza. Dijo una cosa que trataré de describir lo más exactamente posible que pueda; pues a su manera, en ella está narrada toda la historia de su raza:

"Nosotros los escequelios tenemos derecho a estar orgullosos, pues por nuestras venas circula la sangre de muchas razas bravías que pelearon como pelean los leones por su señorío. Aquí, en el torbellino de las razas europeas, la tribu ugric trajo desde Islandia el espíritu de lucha que Thor y Wodin les habían dado, y cuyos bersequers demostraron tan clara e intensamente en las costas de Europa (¿qué digo?, y de Asia y de África también) que la misma gente creyó que habían llegado los propios hombres-lobos.

Aquí también, cuando llegaron, encontraron a los hunos, cuya furia guerrera había barrido la tierra como una llama viviente, de tal manera que la gente moribunda creía que en sus venas corría la sangre de aquellas brujas antiguas, quienes expulsadas de Seythia se acoplaron con los diablos en el desierto. ¡Tontos, tontos! ¿Qué diablo o qué bruja ha sido alguna vez tan grande como Atila, cuya sangre está en estas venas? -dijo, levantando sus brazos -. ¿Puede ser extraño que nosotros seamos una raza conquistadora; que seamos orgullosos; que cuando los magiares, los lombardos, los avares, los búlgaros o los turcos se lanzaron por miles sobre nuestras fronteras nosotros los hayamos rechazado? ¿Es extraño que cuando Arpad y sus legiones se desparramaron por la patria húngara nos encontraran aquí al llegar a la frontera; que el Honfoglalas se completara aquí? Y cuando la inundación húngara se desplazó hacia el este, los escequelios fueron proclamados parientes por los misteriosos magiares, y fue a nosotros durante siglos que se nos confió la guardia de la frontera de Turquía. Hay más que eso todavía, el interminable deber de la guardia de la frontera, pues como dicen los turcos el agua duerme, y el enemigo vela. ¿Quién más feliz que nosotros entre las cuatro naciones recibió "la espada ensangrentada", o corrió más rápidamente al lado del rey cuando éste lanzaba su grito de guerra? ¿Cuándo fue redimida la gran vergüenza de la nación, la vergüenza de Cassova, cuando las banderas de los valacos y de los magiares cayeron abatidas bajo la creciente? ¿Quién fue sino uno de mi propia raza que bajo el nombre de Voivode cruzó el Danubio y batió a los turcos en su propia tierra? ¡Este era indudablemente un Drácula! ¿Quién fue aquel que a su propio hermano indigno, cuando hubo caído, vendió su gente a los turcos y trajo sobre ellos la vergüenza de la esclavitud? ¡No fue, pues, este Drácula, quien inspiró a aquel otro de su raza que en edades posteriores llevó una y otra vez a sus fuerzas sobre el gran río y dentro de Turquía; que, cuando era derrotado regresaba una y otra vez, aunque tuviera que ir solo al sangriento campo donde sus tropas estaban siendo mortalmente destrozadas, porque sabía que sólo él podía garantizar el triunfo! Dicen que él solo pensaba en él mismo. ¡Bah! ¿De qué sirven los campesinos sin un jefe? ¿En qué termina una guerra que no tiene un cerebro y un corazón que la dirija? Más todavía, cuando, después de la batalla de Mohacs, nos sacudimos el yugo húngaro, nosotros los de sangre Drácula estábamos entre sus dirigentes, pues nuestro espíritu no podía soportar que no fuésemos libres. Ah, joven amigo, los escequelios (y los Drácula como la sangre de su corazón, su cerebro y sus espadas) pueden enorgullecerse de una tradición que los retoños de los hongos como los Hapsburgo y los Romanoff nunca pueden alcanzar. Los días de guerra ya terminaron. La sangre es una cosa demasiado preciosa en estos días de paz deshonorable; y las glorias de las grandes razas son como un cuento que se narra.

Para aquel tiempo ya se estaba acercando la mañana, y nos fuimos a acostar. (Rec., este diario parece tan horrible como el comienzo de las "Noches Árabes", pues todo tiene que suspenderse al cantar el gallo -o como el fantasma del padre de Hamlet.)

12 de mayo. Permítaseme comenzar con hechos, con meros y escuetos hechos, verificados con libros y números, y de los cuales no puede haber duda alguna. No debo confundirlos con experiencias que tendrán que descansar en mi propia observación, o en mi memoria de ellas. Anoche, cuando el conde llegó de su cuarto, comenzó por hacerme preguntas de asuntos legales y en la manera en que se tramitaban cierta clase de negocios. Había pasado el día fatigadamente sobre libros y, simplemente para mantener mi mente ocupada, comencé a reflexionar sobre algunas cosas que había estado examinando en la posada de Lincoln. Hay un cierto método en las pesquisas del conde, de tal manera que trataré de ponerlas en su orden de sucesión. El conocimiento puede de alguna forma y alguna vez serme útil.

Primero me preguntó si un hombre en Inglaterra puede tener dos procuradores o más. Le dije que si deseaba podía tener una docena, pero que no sería oportuno tener más de un procurador empleado en una transacción, debido a que sólo podía actuar uno cada vez, y que estarlos cambiando sería seguro actuar en contra de su interés. Pareció que entendió bien lo que le quería decir y continuó preguntándome si habría una dificultad práctica al tener un hombre atendiendo, digamos, las finanzas, y a otro preocupándose por los embarques, en caso de que se necesitara ayuda local en un lugar lejano de la casa del procurador financiero. Yo le pedí que me explicara más completamente, de tal manera que no hubiera oportunidad de que yo pudiera darle un juicio erróneo. Entonces dijo:

-Pondré un ejemplo. Su amigo y mío, el señor Peter Hawkins, desde la sombra de su bella catedral en Exéter, que queda bastante retirada de Londres, compra para mí a través de sus buenos oficios una propiedad en Londres. ¡Muy bien! Ahora déjeme decirle francamente, a menos que usted piense que es muy extraño que yo haya solicitado los servicios de alguien tan lejos de Londres, en lugar de otra persona residente ahí, que mi único motivo fue que ningún interés local fuese servido excepto mis propios deseos. Y como alguien residiendo en Londres pudiera tener, tal vez, algún propósito para sí o para amigos a quienes sirve, busqué a mi agente en la campiña, cuyos trabajos sólo serían para mi interés. Ahora, supongamos, yo, que tengo muchos asuntos pendientes, deseo embarcar algunas cosas, digamos, a Newcastle, o Durham, o Harwich, o Dover, ¿no podría ser que fuese más fácil hacerlo consignándolas a uno de estos puertos?

Yo le respondí que era seguro que sería más fácil, pero que nosotros los procuradores teníamos un sistema de agencias de unos a otros, de tal manera que el trabajo local podía hacerse localmente bajo instrucción de cualquier procurador, por lo que el cliente, poniéndose simplemente en las manos de un hombre, podía ver que sus deseos se cumplieran sin tomarse más molestias.

-Pero -dijo él-, yo tendría la libertad de dirigirme a mí mismo. ¿No es así?

-Por supuesto -le repliqué -; y así hacen muchas veces hombres de negocios, quienes no desean que la totalidad de sus asuntos sean conocidos por una sola persona.

-¡Magnífico! -exclamó.

Y entonces pasó a preguntarme acerca de los medios para enviar cosas en consignación y las formas por las cuales se tenían que pasar, y toda clase de dificultades que pudiesen sobrevenir, pero que pudiesen ser previstas pensándolas de antemano. Le expliqué todas sus preguntas con la mejor de mis habilidades, y ciertamente me dejó bajo la impresión de que hubiese sido un magnífico procurador, pues no había nada que no pensase o previese. Para un hombre que nunca había estado en el país, y que evidentemente no se ocupaba mucho en asuntos de negocios, sus conocimientos y perspicacia eran maravillosos. Cuando quedó satisfecho con esos puntos de los cuales había hablado, y yo había verificado todo también con los libros que tenía a mano, se puso repentinamente de pie y dijo:

-¿Ha escrito desde su primera carta a nuestro amigo el señor Peter Hawkins, o a cualquier otro?

Fue con cierta amargura en mi corazón que le respondí que no, ya que hasta entonces no había visto ninguna oportunidad de enviarle cartas a nadie.

-Entonces escriba ahora, mi joven amigo -me dijo, poniendo su pesada mano sobre mi hombre-; escriba a nuestro amigo y a cualquier otro; y diga, si le place, que usted se quedara conmigo durante un mes más a partir de hoy.

-¿Desea usted que yo me quede tanto tiempo? -le pregunté, pues mi corazón se heló con la idea.

-Lo deseo mucho; no, más bien, no acepto negativas. Cuando su señor, su patrón, como usted quiera, encargó que alguien viniese en su nombre, se entendió que solo debían consultarse mis necesidades. Yo no he escatimado, ¿no es así?

¿Qué podía hacer yo sino inclinarme y aceptar? Era el interés del señor Hawkins y no el mío, y yo tenía que pensar en él, no en mí. Y además, mientras el conde Drácula estaba hablando, había en sus ojos y en sus ademanes algo que me hacía recordar que era su prisionero, y que aunque deseara realmente no tenía dónde escoger. El conde vio su victoria en mi reverencia y su dominio en la angustia de mi rostro, pues de inmediato comenzó a usar ambos, pero en su propia manera suave e irresistible.

-Le suplico, mi buen joven amigo, que no hable de otras cosas sino de negocios en sus cartas. Indudablemente que le gustará a sus amigos saber que usted se encuentra bien, y que usted está ansioso de regresar a casa con ellos, ¿no es así?

Mientras hablaba me entregó tres hojas de papel y tres sobres. Eran finos, destinados al correo extranjero, y al verlos, y al verlo a él, notando su tranquila sonrisa con los agudos dientes caninos sobresaliéndole sobre los rojos labios inferiores, comprendí también como si se me hubiese dicho con palabras que debía tener bastante prudencia con lo que escribía, pues él iba a leer su contenido. Por lo tanto, tomé la determinación de escribir por ahora sólo unas notas normales, pero escribirle detalladamente al señor Hawkins en secreto. Y también a Mina, pues a ella le podía escribir en taquigrafía, lo cual seguramente dejaría perplejo al conde si leía la carta. Una vez que hube escrito mis dos cartas, me senté calmadamente, leyendo un libro mientras el conde escribía varias notas, acudiendo mientras las escribía a algunos libros sobre su mesa. Luego tomó mis dos cartas y las colocó con las de él, y guardó los utensilios con que había escrito. En el instante en que la puerta se cerró tras él, yo me incliné y miré los sobres que estaban boca abajo sobre la mesa. No sentí ningún escrúpulo en hacer esto, pues bajo las circunstancias sentía que debía protegerme de cualquier manera posible.

Una de las cartas estaba dirigida a Samuel F. Billington, número 7, La Creciente, Whitby; otra a herr Leutner, Varna; la tercera era para Coutts & Co., Londres, y la cuarta para Herren Klopstock & Billreuth, banqueros, Budapest. La segunda y la cuarta no estaban cerradas. Estaba a punto de verlas cuando noté que la perilla de la puerta se movía. Me dejé caer sobre mi asiento, teniendo apenas el tiempo necesario para colocar las cartas como habían estado y para reiniciar la lectura de mi libro, antes de que el conde entrara llevando todavía otra carta en la mano. Tomó todas las otras misivas que estaban sobre la mesa y las estampó cuidadosamente, y luego, volviéndose a mí, dijo:

-Confío en que usted me perdonará, pero tengo mucho trabajo en privado que hacer esta noche. Espero que usted encuentre todas las cosas que necesita.

Ya en la puerta se volvió, y después de un momento de pausa, dijo:

-Permítame que le aconseje, mi querido joven amigo; no, permítame que le advierta con toda seriedad que en caso de que usted deje estos cuartos, por ningún motivo se quede dormido en cualquier otra parte del castillo. Es viejo y tiene muchas memorias, y hay muchas pesadillas para aquellos que no duermen sabiamente. ¡Se lo advierto! En caso de que el sueño lo dominase ahora o en otra oportunidad o esté a punto de dominarlo, regrese deprisa a su propia habitación o a estos cuartos, pues entonces podrá descansar a salvo. Pero no siendo usted cuidadoso a este respecto, entonces… -terminó su discurso de una manera horripilante, pues hizo un movimiento con las manos como si se las estuviera lavando.

Yo casi le entendí. Mi única duda era de si cualquier sueño pudiera ser más terrible que la red sobrenatural, horrible, de tenebrosidad y misterio que parecía estarse cerrando a mi alrededor.

Más tarde. Endoso las últimas palabras escritas, pero esta vez no hay ninguna duda en el asunto. No tendré ningún miedo de dormir en cualquier lugar donde él no esté. He colocado el crucifijo sobre la cabeza de mi cama porque así me imagino que mi descanso está más libre de pesadillas. Y ahí permanecerá.

Cuando me dejó, yo me dirigí a mi cuarto. Después de cierto tiempo, al no escuchar ningún ruido, salí y subí al graderío de piedras desde donde podía ver hacia el sur. Había cierto sentido de la libertad en esta vasta extensión, aunque me fuese inaccesible, comparada con la estrecha oscuridad del patio interior. Al mirar hacia afuera, sentí sin ninguna duda que estaba prisionero, y me pareció que necesitaba un respiro de aire fresco, aunque fuese en la noche. Estoy comenzando a sentir que esta existencia nocturna me está afectando. Me está destruyendo mis nervios. Me asusto de mi propia sombra, y estoy lleno de toda clase de terribles imaginaciones. ¡Dios sabe muy bien que hay motivos para mi terrible miedo en este maldito lugar! Miré el bello paisaje, bañado en la tenue luz amarilla de la luna, hasta que casi era como la luz del día. En la suave penumbra las colinas distantes se derretían, y las sombras se perdían en los valles y hondonadas de un negro aterciopelado. La mera belleza pareció alegrarme; había paz y consuelo en cada respiración que inhalaba. Al reclinarme sobre la ventana mi ojo fue captado por algo que se movía un piso más abajo y algo hacia mi izquierda, donde imagino, por el orden de las habitaciones, que estarían las ventanas del cuarto del propio conde. La ventana en la cual yo me encontraba era alta y profunda, cavada en piedra, y aunque el tiempo y el clima la habían gastado, todavía estaba completa. Pero evidentemente hacía mucho que el marco había desaparecido. Me coloqué detrás del cuadro de piedras y miré atentamente.

Lo que vi fue la cabeza del conde saliendo de la ventana. No le vi la cara, pero supe que era él por el cuello y el movimiento de su espalda y sus brazos. De cualquier modo, no podía confundir aquellas manos, las cuales había estudiado en tantas oportunidades. En un principio me mostré interesado y hasta cierto punto entretenido, pues es maravilloso cómo una pequeña cosa puede interesar y entretener a un hombre que se encuentra prisionero. Pero mis propias sensaciones se tornaron en repulsión y terror cuando vi que todo el hombre emergía lentamente de la ventana y comenzaba a arrastrarse por la pared del castillo, sobre el profundo abismo, con la cabeza hacia abajo y con su manto extendido sobre él a manera de grandes alas. Al principio no daba crédito a mis ojos. Pensé que se trataba de un truco de la luz de la luna, algún malévolo efecto de sombras. Pero continué mirando y no podía ser ningún engaño. Vi cómo los dedos de las manos y de los pies se sujetaban de las esquinas de las piedras, desgastadas claramente de la argamasa por el paso de los años, y así usando cada proyección y desigualdad, se movían hacia abajo a una considerable velocidad, de la misma manera en que una lagartija camina por las paredes.

¿Qué clase de hombre es éste, o qué clase de ente con apariencia de hombre? Siento que el terror de este horrible lugar me esta dominando; tengo miedo, mucho miedo, de que no haya escape posible para mí. Estoy rodeado de tales terrores que no me atrevo a pensar en ellos…

15 de mayo. Una vez más he visto al conde deslizarse como lagartija. Caminó hacia abajo, un poco de lado, durante unos cien pies y tendiendo hacia la izquierda. Allí desapareció en un agujero o ventana. Cuando su cabeza hubo desaparecido, me incliné hacia afuera tratando de ver más, pero sin resultado, ya que la distancia era demasiado grande como para proporcionarme un ángulo visual favorable. Pero entonces ya sabía yo que había abandonado el castillo, y pensé que debía aprovechar la oportunidad para explorar más de lo que hasta entonces me había atrevido a ver. Regresé al cuarto, y tomando una lámpara, probé todas las puertas. Todas estaban cerradas con llave, tal como lo había esperado, y las cerraduras eran comparativamente nuevas. Entonces, descendí por las gradas de piedra al corredor por donde había entrado originalmente.

Encontré que podía retirar suficientemente fácil los cerrojos y destrabar las grandes cadenas; ¡pero la puerta estaba bien cerrada y no había ninguna llave! La llave debía estar en el cuarto del conde. Tengo que vigilar en caso de que su puerta esté sin llave, de manera que pueda conseguirla y escaparme. Continué haciendo un minucioso examen de varias escalinatas y pasadizos y pulsé todas las puertas que estaban ante ellos. Una o dos habitaciones cerca del corredor estaban abiertas, pero no había nada en ellas, nada que ver excepto viejos muebles, polvorientos por el viento y carcomidos de la polilla.

Por fin, sin embargo, encontré una puerta al final de la escalera, la cual, aunque parecía estar cerrada con llave, cedió un poco a la presión. La empujó más fuertemente y descubrí que en verdad no estaba cerrada con llave, sino que la resistencia provenía de que los goznes se habían caído un poco y que la pesada puerta descansaba sobre el suelo. Allí había una oportunidad que bien pudiera ser única, de tal manera que hice un esfuerzo supremo, y después de muchos intentos la forcé hacia atrás de manera que podía entrar. Me encontraba en aquellos momentos en un ala del castillo mucho más a la derecha que los cuartos que conocía y un piso más abajo. Desde las ventanas pude ver que la serie de cuartos estaban situados a lo largo hacia el sur del castillo, con las ventanas de la última habitación viendo tanto al este como al sur. De ese último lado, tanto como del anterior, había un gran precipicio. El castillo estaba construido en la esquina de una gran peña, de tal manera que era casi inexpugnable en tres de sus lados, y grandes ventanas estaban colocadas aquí donde ni la onda, ni el arco, ni la culebrina podían alcanzar, siendo aseguradas así luz y comodidad, a una posición que tenía que ser resguardada. Hacia el oeste había un gran valle, y luego, levantándose allá muy lejos, una gran cadena de montañas dentadas, elevándose pico a pico, donde la piedra desnuda estaba salpicada por fresnos de montaña y abrojos, cuyas raíces se agarraban de las rendijas, hendiduras y rajaduras de las piedras. Esta era evidentemente la porción del castillo ocupada en días pasados por las damas, pues los muebles tenían un aire más cómodo del que hasta entonces había visto. Las ventanas no tenían cortinas, y la amarilla luz de la luna reflejándose en las hondonadas diamantinas, permitía incluso distinguir los colores, mientras suavizaba la cantidad de polvo que yacía sobre todo, y en alguna medida disfrazaba los efectos del tiempo y la polilla. Mi lámpara tenía poco efecto en la brillante luz de la luna, pero yo estaba alegre de tenerla conmigo, pues en el lugar había una tenebrosa soledad que hacía temblar mi corazón y mis nervios. A pesar de todo era mejor que vivir solo en los cuartos que había llegado a odiar debido a la presencia del conde, y después de tratar un poco de dominar mis nervios, me sentí sobrecogido por una suave tranquilidad. Y aquí me encuentro, sentado en una pequeña mesa de roble donde en tiempos antiguos alguna bella dama solía tomar la pluma, con muchos pensamientos y más rubores, para mal escribir su carta de amor, escribiendo en mi diario en taquigrafía todo lo que ha pasado desde que lo cerré por última vez. Es el siglo XIX, muy moderno, con toda su alma. Y sin embargo, a menos que mis sentidos me engañen, los siglos pasados tuvieron y tienen poderes peculiares de ellos, que la mera "modernidad" no puede matar.

Más tarde: mañana del 16 de mayo. Dios me preserve cuerdo, pues a esto estoy reducido. Seguridad, y confianza en la seguridad, son cosas del pasado. Mientras yo viva aquí sólo hay una cosa que desear, y es que no me vuelva loco, si de hecho no estoy loco ya. Si estoy cuerdo, entonces es desde luego enloquecedor pensar que de todas las cosas podridas que se arrastran en este odioso lugar, el conde es la menos tenebrosa para mí; que sólo en él puedo yo buscar la seguridad, aunque ésta sólo sea mientras pueda servir a sus propósitos. ¡Gran Dios, Dios piadoso! Dadme la calma, pues en esa dirección indudablemente me espera la locura. Empiezo a ver nuevas luces sobre ciertas cosas que antes me tenían perplejo. Hasta ahora no sabía verdaderamente lo que quería dar a entender Shakespeare cuando hizo que Hamlet dijera:

"¡Mis libretas, pronto, mis libretas!

es imprescindible que lo escriba", etc.,

pues ahora, sintiendo como si mi cerebro estuviese desquiciado o como si hubiese llegado el golpe que terminará en su trastorno, me vuelvo a mi diario buscando reposo. El hábito de anotar todo minuciosamente debe ayudarme a tranquilizar.

La misteriosa advertencia del conde me asustó; pero más me asusta ahora cuando pienso en ella, pues para lo futuro tiene un terrorífico poder sobre mí. ¡Tendré dudas de todo lo que me diga! Una vez que hube escrito en mi diario y que hube colocado nuevamente la pluma y el libro en el bolsillo, me sentí soñoliento. Recordé inmediatamente la advertencia del conde, pero fue un placer desobedecerla. La sensación de sueño me había aletargado, y con ella la obstinación que trae el sueño como un forastero. La suave luz de la luna me calmaba, y la vasta extensión afuera me daba una sensación de libertad que me refrescaba. Hice la determinación de no regresar aquella noche a las habitaciones llenas de espantos, sino que dormir aquí donde, antaño, damas se habían sentado y cantado y habían vivido dulces vidas mientras sus suaves pechos se entristecían por los hombres alejados en medio de guerras cruentas. Saqué una amplia cama de su puesto cerca de una esquina, para poder, al acostarme, mirar el hermoso paisaje al este y al sur, y sin pensar y sin tener en cuenta el polvo, me dispuse a dormir. Supongo que debo haberme quedado dormido; así lo espero, pero temo, pues todo lo que siguió fue tan extraordinariamente real, tan real, que ahora sentado aquí a plena luz del sol de la mañana, no puedo pensar de ninguna manera que estaba dormido.

No estaba solo. El cuarto estaba lo mismo, sin ningún cambio de ninguna clase desde que yo había entrado en él; a la luz de la brillante luz de la luna podía ver mis propias pisadas marcadas donde había perturbado la larga acumulación de polvo. En la luz de la luna al lado opuesto donde yo me encontraba estaban tres jóvenes mujeres, mejor dicho tres damas, debido a su vestido y a su porte. En el momento en que las vi pensé que estaba soñando, pues, aunque la luz de la luna estaba detrás de ellas, no proyectaban ninguna sombra sobre el suelo. Se me acercaron y me miraron por un tiempo, y entonces comenzaron a murmurar entre ellas. Dos eran de pelo oscuro y tenían altas narices aguileñas, como el conde, y grandes y penetrantes ojos negros, que casi parecían ser rojos contrastando con la pálida luna amarilla. La otra era rubia; increíblemente rubia, con grandes mechones de dorado pelo ondulado y ojos como pálidos zafiros. Me pareció que de alguna manera yo conocía su cara, y que la conocía en relación con algún sueño tenebroso, pero de momento no pude recordar dónde ni cómo. Las tres tenían dientes blancos brillantes que refulgían como perlas contra el rubí de sus labios voluptuosos. Algo había en ellas que me hizo sentirme inquieto; un miedo a la vez nostálgico y mortal. Sentí en mi corazón un deseo malévolo, llameante, de que me besaran con esos labios rojos. No está bien que yo anote esto, en caso de que algún día encuentre los ojos de Mina y la haga padecer; pero es la verdad. Murmuraron entre sí, y entonces las tres rieron, con una risa argentina, musical, pero tan dura como si su sonido jamás hubiese pasado a través de la suavidad de unos labios humanos. Era como la dulzura intolerable, tintineante, de los vasos de agua cuando son tocados por una mano diestra. La mujer rubia sacudió coquetamente la cabeza, y las otras dos insistieron en ella. Una dijo:

-¡Adelante! Tú vas primero y nosotras te seguimos; tuyo es el derecho de comenzar.

La otra agregó:

-Es joven y fuerte. Hay besos para todas.

Yo permanecí quieto, mirando bajo mis pestañas la agonía de una deliciosa expectación. La muchacha rubia avanzó y se inclinó sobre mí hasta que pude sentir el movimiento de su aliento sobre mi rostro. En un sentido era dulce, dulce como la miel, y enviaba, como su voz, el mismo tintineo a través de los nervios, pero con una amargura debajo de lo dulce, una amargura ofensiva como la que se huele en la sangre.

Tuve miedo de levantar mis párpados, pero miré y vi perfectamente debajo de las pestañas. La muchacha se arrodilló y se inclinó sobre mí, regocijándose simplemente. Había una voluptuosidad deliberada que era a la vez maravillosa y repulsiva, y en el momento en que dobló su cuello se relamió los labios como un animal, de manera que pude ver la humedad brillando en sus labios escarlata a la luz de la luna y la lengua roja cuando golpeaba sus blancos y agudos dientes. Su cabeza descendió y descendió a medida que los labios pasaron a lo largo de mi boca y mentón, y parecieron posarse sobre mi garganta. Entonces hizo una pausa y pude escuchar el agitado sonido de su lengua que lamía sus dientes y labios, y pude sentir el caliente aliento sobre mi cuello. Entonces la piel de mi garganta comenzó a hormiguear como le sucede a la carne de uno cuando la mano que le va a hacer cosquillas se acerca cada vez más y más. Pude sentir el toque suave, tembloroso, de los labios en la piel supersensitiva de mi garganta, y la fuerte presión de dos dientes agudos, simplemente tocándome y deteniéndose ahí; cerré mis ojos en un lánguido éxtasis y esperé; esperé con el corazón latiéndome fuertemente.

Pero en ese instante, otra sensación me recorrió tan rápida como un relámpago.

Fui consciente de la presencia del conde, y de su existencia como envuelto en una tormenta de furia. Al abrirse mis ojos involuntariamente, vi su fuerte mano sujetando el delicado cuello de la mujer rubia, y con el poder de un gigante arrastrándola hacia atrás, con sus ojos azules transformados por la furia, los dientes blancos apretados por la ira y sus pálidas mejillas encendidas por la pasión. ¡Pero el conde! Jamás imaginé yo tal arrebato y furia ni en los demonios del infierno. Sus ojos positivamente despedían llamas. La roja luz en ellos era espeluznante, como si detrás de ellos se encontraran las llamas del propio infierno. Su rostro estaba mortalmente pálido y las líneas de él eran duras como alambres retorcidos; las espesas cejas, que se unían sobre la nariz, parecían ahora una palanca de metal incandescente y blanco. Con un fiero movimiento de su mano, lanzó a la mujer lejos de él, y luego gesticuló ante las otras como si las estuviese rechazando; era el mismo gesto imperioso que yo había visto se usara con los lobos. En una voz que, aunque baja y casi un susurro, pareció cortar el aire y luego resonar por toda la habitación, les dijo:

-¿Cómo se atreve cualquiera de vosotras a tocarlo? ¿Cómo os atrevéis a poner vuestros ojos sobre él cuando yo os lo he prohibido? ¡Atrás, os digo a todas! ¡Este hombre me pertenece! Cuidaos de meteros con él, o tendréis que véroslas conmigo.

La muchacha rubia, con una risa de coquetería rival, se volvió para responderle:

-Tú mismo jamás has amado; ¡tú nunca amas!

Al oír esto las otras mujeres le hicieron eco, y por el cuarto resonó una risa tan lúgubre, dura y despiadada, que casi me desmayé al escucharla. Parecía el placer de los enemigos. Entonces el conde se volvió después de mirar atentamente mi cara, y dijo en un suave susurro:

-Sí, yo también puedo amar; vosotras mismas lo sabéis por el pasado. ¿No es así? Bien, ahora os prometo que cuando haya terminado con él os dejaré besarlo tanto como queráis. ¡Ahora idos, idos! Debo despertarle porque hay trabajo que hacer.

-¿Es que no vamos a tener nada hoy por la noche? -preguntó una de ellas, con una risa contenida, mientras señalaba hacia una bolsa que él había tirado sobre el suelo y que se movía como si hubiese algo vivo allí.

Por toda respuesta, él hizo un movimiento de cabeza. Una de las mujeres saltó hacia adelante y abrió la bolsa. Si mis oídos no me engañaron se escuchó un suspiro y un lloriqueo como el de un niño de pecho. Las mujeres rodearon la bolsa, mientras yo permanecía petrificado de miedo. Pero al mirar otra vez ya habían desaparecido, y con ellas la horripilante bolsa. No había ninguna puerta cerca de ellas, y no es posible que hayan pasado sobre mí sin yo haberlo notado. Pareció que simplemente se desvanecían en los rayos de la luz de la luna y salían por la ventana, pues yo pude ver afuera las formas tenues de sus sombras, un momento antes de que desaparecieran por completo.

Entonces el horror me sobrecogió, y me hundí en la inconsciencia.

IV.- DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER (continuación)

Desperté en mi propia cama. Si es que no ha sido todo un sueño, el conde me debe de haber traído en brazos hasta aquí. Traté de explicarme el suceso, pero no pude llegar a ningún resultado claro. Para estar seguro, había ciertas pequeñas evidencias, tales como que mi ropa estaba doblada y arreglada de manera extraña. Mi reloj no tenía cuerda, y yo estoy rigurosamente acostumbrado a darle cuerda como última cosa antes de acostarme, y otros detalles parecidos. Pero todas estas cosas no son ninguna prueba definitiva, pues pueden ser evidencias de que mi mente no estaba en su estado normal, y, por una u otra causa, la verdad es que había estado muy excitado. Tengo que observar para probar. De una cosa me alegro: si fue el conde el que me trajo hasta aquí y me desvistió, debe haberlo hecho todo deprisa, pues mis bolsillos estaban intactos. Estoy seguro de que este diario hubiera sido para él un misterio que no hubiera soportado. Se lo habría llevado o lo habría destruido. Al mirar en torno de este cuarto, aunque ha sido tan intimidante para mí, veo que es ahora una especie de santuario, pues nada puede ser más terrible que esas monstruosas mujeres que estaban allí -están esperando para chuparme la sangre.

18 de mayo. He estado otra vez abajo para echar otra mirada al cuarto aprovechando la luz del día, pues debo saber la verdad. Cuando llegué a la puerta al final de las gradas la encontré cerrada. Había sido empujada con tal fuerza contra el batiente, que parte de la madera se había astillado. Pude ver que el cerrojo de la puerta no se había corrido, pero la puerta se encuentra atrancada por el lado de adentro. Temo que no haya sido un sueño, y debo actuar de acuerdo con esta suposición.

19 de mayo. Es seguro que estoy en las redes. Anoche el conde me pidió, en el más suave de los tonos, que escribiera tres cartas: una diciendo que mi trabajo aquí ya casi había terminado, y que saldría para casa dentro de unos días; otra diciendo que salía a la mañana siguiente de que escribía la carta, y una tercera afirmando que había dejado el castillo y había llegado a Bistritz. De buena gana hubiese protestado, pero sentí que en el actual estado de las cosas sería una locura tener un altercado con el conde, debido a que me encuentro absolutamente en su poder; y negarme hubiera sido despertar sus sospechas y excitar su cólera. Él sabe que yo sé demasiado, y que no debo vivir, pues sería peligroso para él; mi única probabilidad radica en prolongar mis oportunidades.

Puede ocurrir algo que me dé una posibilidad de escapar. Vi en sus ojos algo de aquella ira que se manifestó cuando arrojó a la mujer rubia lejos de sí. Me explicó que los empleos eran pocos e inseguros, y que al escribir ahora seguramente le daría tranquilidad a mis amigos; y me aseguró con tanta insistencia que enviaría las últimas cartas (las cuales serían detenidas en Bistritz hasta el tiempo oportuno en caso de que el azar permitiera que yo prolongara mi estancia) que oponérmele hubiera sido crear nuevas sospechas. Por lo tanto, pretendí estar de acuerdo con sus puntos de vista y le pregunté qué fecha debía poner en las cartas. Él calculó un minuto. Luego, dijo:

-La primera debe ser del 12 de junio, la segunda del 19 de junio y la tercera del 29 de junio.

Ahora sé hasta cuando viviré. ¡Dios me ampare!

28 de mayo. Se me ofrece una oportunidad para escaparme, o al menos para enviar un par de palabras a casa. Una banda de cíngaros ha venido al castillo y han acampado en el patio interior. Estos no son otra cosa que gitanos; tengo ciertos datos de ellos en mi libro. Son peculiares de esta parte del mundo, aunque se encuentran aliados a los gitanos ordinarios en todos los países. Hay miles de ellos en Hungría y Transilvania viviendo casi siempre al margen de la ley. Se adscriben por regla a algún noble o boyar, y se llaman a sí mismos con el nombre de él. Son indomables y sin religión, salvo la superstición, y sólo hablan sus propios dialectos.

Escribiré algunas cartas a mi casa y trataré de convencerlos de que las pongan en el correo. Ya les he hablado a través de la ventana para comenzar a conocerlos. Se quitaron los sombreros e hicieron muchas reverencias y señas, las cuales, sin embargo, no pude entender más de lo que entiendo la lengua que hablan…

He escrito las cartas. La de Mina en taquigrafía, y simplemente le pido al señor Hawkins que se comunique con ella. A ella le he explicado mi situación, pero sin los horrores que sólo puedo suponer. Si le mostrara mi corazón, le daría un susto que hasta podría matarla. En caso de que las cartas no pudiesen ser despachadas, el conde no podrá conocer mi secreto ni tampoco el alcance de mis conocimientos…

He entregado las cartas; las lancé a través de los barrotes de mi ventana, con una moneda de oro, e hice las señas que pude queriendo indicar que debían ponerlas en el correo. El hombre que las recogió las apretó contra su corazón y se inclinó, y luego las metió en su gorra. No pude hacer más. Regresé sigilosamente a la biblioteca y comencé a leer. Como el conde no vino, he escrito aquí…

El conde ha venido. Se sentó a mi lado y me dijo con la más suave de las voces al tiempo que abría dos cartas:

-Los gitanos me han dado éstas, de las cuales, aunque no sé de donde provienen, por supuesto me ocuparé. ¡Ved! (debe haberla mirado antes), una es de usted, y dirigida a mi amigo Peter Hawkins; la otra -y aquí vio él por primera vez los extraños símbolos al abrir el sobre, y la turbia mirada le apareció en el rostro y sus ojos refulgieron malignamente-, la otra es una cosa vil, ¡un insulto a la amistad y a la hospitalidad! No está firmada, así es que no puede importarnos.

Y entonces, con gran calma, sostuvo la carta y el sobre en la llama de la lámpara hasta que se consumieron. Después de eso, continuó:

-La carta para Hawkins, esa, por supuesto, ya que es suya, la enviaré. Sus cartas son sagradas para mí. Perdone usted, mi amigo, que sin saberlo haya roto el sello. ¿No quiere usted meterla en otro sobre?

Me extendió la carta, y con una reverencia cortés me dio un sobre limpio. Yo sólo pude escribir nuevamente la dirección y se lo devolví en silencio. Cuando salió del cuarto escuché que la llave giraba suavemente. Un minuto después fui a ella y traté de abrirla. La puerta estaba cerrada con llave.

Cuando, una o dos horas después, el conde entró silenciosamente en el cuarto, su llegada me despertó, pues me había dormido en el sofá. Estuvo muy cortés y muy alegre a su manera, y viendo que yo había dormido, dijo:

-¿De modo, mi amigo, que usted está cansado? Váyase a su cama. Allí es donde podrá descansar más seguro. Puede que no tenga el placer de hablar por la noche con usted, ya que tengo muchas tareas pendientes; pero deseo que duerma tranquilo.

Me fui a mi cuarto y me acosté en la cama; raro es de decir, dormí sin soñar. La desesperación tiene sus propias calmas.

31 de mayo. Esta mañana, cuando desperté, pensé que sacaría algunos papeles y sobres de mi portafolios y los guardaría en mi bolsillo, de manera que pudiera escribir en caso de encontrar alguna oportunidad; pero otra vez una sorpresa me esperaba. ¡Una gran sorpresa!

No pude encontrar ni un pedazo de papel. Todo había desaparecido, junto con mis notas, mis apuntes relativos al ferrocarril y al viaje, mis credenciales. De hecho, todo lo que me pudiera ser útil una vez que yo saliera del castillo. Me senté y reflexioné unos instantes; entonces se me ocurrió una idea y me dirigí a buscar mi maleta ligera, y al guardarropa donde había colocado mis trajes.

El traje con que había hecho el viaje había desaparecido, y también mi abrigo y mi manta; no pude encontrar huellas de ellos por ningún lado. Esto me pareció una nueva villanía…

17 de junio. Esta mañana, mientras estaba sentado a la orilla de mi cama devanándome los sesos, escuché afuera el restallido de unos látigos y el golpeteo de los cascos de unos caballos a lo largo del sendero de piedra, más allá del patio. Con alegría me dirigí rápidamente a la ventana y vi como entraban en el patio dos grandes diligencias, cada una de ellas tirada por ocho briosos corceles, y a la cabeza de cada una de ellas un par de eslovacos tocados con anchos sombreros, cinturones tachonados con grandes clavos, sucias pieles de cordero y altas botas. También llevaban sus largas duelas en la mano. Corrí hacia la puerta, intentando descender para tratar de alcanzarlos en el corredor principal, que pensé debía estar abierto esperándolos. Una nueva sorpresa me esperaba: mi puerta estaba atrancada por fuera.

Entonces, corrí hacia la ventana y les grité. Me miraron estúpidamente y señalaron hacia mí, pero en esos instantes el "atamán" de los gitanos salió, y viendo que señalaban hacia mi ventana, dijo algo, por lo que ellos se echaron a reír. Después de eso ningún esfuerzo mío, ningún lastimero ni agonizante grito los movió a que me volvieran a ver. Resueltamente me dieron la espalda y se alejaron. Los coches contenían grandes cajas cuadradas, con agarraderas de cuerda gruesa; evidentemente estaban vacías por la manera fácil con que los eslovacos las descargaron, y por la resonancia al arrastrarlas por el suelo. Cuando todas estuvieron descargadas y agrupadas en un montón en una esquina del patio, los eslovacos recibieron algún dinero del gitano, y después de escupir sobre él para que les trajera suerte, cada uno se fue a su correspondiente carruaje, caminando perezosamente. Poco después escuché el restallido de sus látigos morirse en la distancia.

24 de junio, antes del amanecer. Anoche el conde me dejó muy temprano y se encerró en su propio cuarto. Tan pronto como me atreví, corrí subiendo por la escalera de caracol y miré por la ventana que da hacia el sur. Pensé que debía vigilar al conde, pues algo estaba sucediendo. Los gitanos están acampados en algún lugar del castillo y le están haciendo algún trabajo. Lo sé, porque de vez en cuando escucho a lo lejos el apagado ruido como de zapapicos y palas, y, sea lo que sea, debe ser la terminación de alguna horrenda villanía.

Había estado viendo por la ventana algo menos de media hora cuando vi que algo salía de la ventana del conde. Retrocedí y observé cuidadosamente, y vi salir al hombre. Fue una sorpresa para mí descubrir que se había puesto el traje que yo había usado durante mi viaje hacia este lugar, y que de su hombro colgaba la terrible bolsa que yo había visto que las mujeres se habían llevado. ¡No podía haber duda acerca de sus propósitos, y además con mi indumentaria! Esta es, entonces, su nueva treta diabólica: permitirá que otros me vean, de manera que por un lado quede la evidencia de que he sido visto en los pueblos o aldeas poniendo mis propias cartas al correo, y por el otro lado, que cualquier maldad que él pueda hacer sea atribuida por la gente de la localidad a mi persona.

Me enfurece pensar que esto pueda seguir así, y mientras tanto yo permanezco encerrado aquí, como un verdadero prisionero, pero sin esa protección de la ley que es incluso el derecho y la consolación de los criminales.

Pensé que podría observar el regreso del conde, y durante largo tiempo me senté tenazmente al lado de la ventana. Entonces comencé a notar que había unas pequeñas manchas de prístina belleza flotando en los rayos de la luz de la luna. Eran como las más ínfimas partículas de polvo, y giraban en torbellinos y se agrupaban en cúmulos en forma parecida a las nebulosas. Las observé con un sentimiento de tranquilidad, y una especie de calma invadió todo mi ser. Me recliné en busca de una postura más cómoda, de manera que pudiera gozar más plenamente de aquel etéreo espectáculo.

Algo me sobresaltó; un aullido leve, melancólico, de perros en algún lugar muy lejos en el valle allá abajo que estaba escondido a mis ojos. Sonó más fuertemente en los oídos, y las partículas de polvo flotante tomaron nuevas formas, como si bailasen al compás de una danza a la luz de la luna. Sentí hacer esfuerzos desesperados por despertar a algún llamado de mis instintos; no, más bien era mi propia alma la que luchaba y mi sensibilidad medio adormecida trataba de responder al llamado. ¡Me estaban hipnotizando! El polvo bailó más rápidamente. Los rayos de la luna parecieron estremecerse al pasar cerca de mí en dirección a la oscuridad que tenía detrás. Se unieron, hasta que parecieron tomar las tenues formas de unos fantasmas. Y entonces desperté completamente y en plena posesión de mis sentidos, y eché a correr gritando y huyendo del lugar. Las formas fantasmales que estaban gradualmente materializándose de los rayos de la luna eran las de aquellas tres mujeres fantasmales a quienes me encontraba condenado. Huí, y me sentí un tanto más seguro en mi propio cuarto, donde no había luz de la luna y donde la lámpara ardía brillantemente.

Después de que pasaron unas cuantas horas escuché algo moviéndose en el cuarto del conde; algo como un agudo gemido suprimido velozmente. Y luego todo quedó en silencio, en un profundo y horrible silencio que me hizo estremecer. Con el corazón latiéndome desaforadamente, pulsé la puerta; pero me encontraba encerrado con llave en mi prisión, y no podía hacer nada. Me senté y me puse simplemente a llorar.

Mientras estaba sentado escuché un ruido afuera, en el patio: el agonizante grito de una mujer. Corrí a la ventana y subiéndola de golpe, espié entre los barrotes. De hecho, ahí afuera había una mujer con el pelo desgreñado, agarrándose las manos sobre su corazón como víctima de un gran infortunio. Estaba reclinada contra la esquina del zaguán. Cuando vio mi cara en la ventana se lanzó hacia adelante, y grito en una voz cargada con amenaza:

-¡Monstruo, devuélveme a mi hijo!

Cayó de rodillas, y alzando los brazos gritó algunas palabras en tonos que atormentaron mi corazón. Luego se arrancó el pelo y se golpeó el pecho, y se abandonó a todas las violencias de emoción extravagante. Finalmente, corrió, y, aunque yo no podía verla, podía escuchar como golpeaba con sus desnudas manos la puerta.

En algún lugar bastante arriba de mí, probablemente en la torre, escuché la voz del conde llamando en su susurro duro y metálico. Su llamado pareció ser respondido desde lejos y por todos lados por los aullidos de los lobos. Antes de que hubiesen pasado muchos minutos, una manada de ellos entró, como una presa desbordada, a través de la amplia entrada del patio.

No se escucharon gritos de la mujer, y los aullidos de los lobos duraron poco tiempo. Al poco rato se retiraron de uno en uno, todavía relamiéndose los hocicos.

No sentí lástima por la mujer, pues sabía lo que le había sucedido a su hijo, y era mejor que estuviese muerta. ¿Qué haré? ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo escapar de esta horripilante noche de terror y miedo?

25 de junio, por la mañana. Nadie sabe hasta que ha sufrido los horrores de la noche, qué dulce y agradable puede ser para su corazón y sus ojos la llegada de la mañana. Cuando el sol se elevó esta mañana tan alto que alumbró la parte superior del portón opuesto a mi ventana, el oscuro lugar que iluminaba me pareció a mí como si la paloma del arca hubiese estado allí. Mi temor se evaporó cual una indumentaria vaporosa que se disolviera con el calor. Debo ponerme en acción de alguna manera mientras me dura el valor del día. Anoche una de mis cartas ya fechada fue puesta en el correo, la primera de esa serie fatal que ha de borrar toda traza de mi existencia en la tierra.

No debo pensar en ello. ¡Debo actuar!

Siempre ha sido durante la noche cuando he sido molestado o amenazado; donde me he encontrado en alguna u otra forma en peligro o con miedo. Todavía no he visto al conde a la luz del día. ¿Será posible que él duerma cuando los otros están despiertos, y que esté despierto cuando todos duermen? ¡Si sólo pudiera llegar a su cuarto! Pero no hay camino posible. La puerta siempre está cerrada; no hay manera para mí de llegar a él.

Miento. Hay un camino, si uno se atreve a tomarlo. Por donde ha pasado su cuerpo, ¿por qué no puede pasar otro cuerpo? Yo mismo lo he visto arrastrarse desde su ventana. ¿Por qué no puedo yo imitarlo, y arrastrarme para entrar por su ventana? Las probabilidades son muy escasas, pero la necesidad me obliga a correr todos los riesgos.

Correré el riesgo. Lo peor que me puede suceder es la muerte; pero la muerte de un hombre no es la muerte de un ternero, y el tenebroso "más allá" todavía puede ofrecerme oportunidades. ¡Que Dios me ayude en mi empresa! Adiós, Mina, si fracaso; adiós, mi fiel amigo y segundo padre; adiós, todo, y como última cosa, ¡adiós Mina!

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